Plaza de la Alfalfa, Sevilla
Joaquín Turina y Areal

Plaza de la Alfalfa, Sevilla

s.f.
  • Óleo sobre tabla

    26 x 17,5 cm

    CTB.2002.16

  • © Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga

De medidas prácticamente idénticas a otras pinturas de este artista en la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza, tal similitud de formato se debe a que todas pertenecen a un particular género dentro del costumbrismo andaluz, de producción regular desde los años setenta del Ochocientos, en el que se representaron recurrentemente escenas urbanas en un formato adecuado para un mercado fijo interesado en ellas –por lo general visitantes ocasionales de la ciudad y, por ello, con necesidad de transportarlas fácilmente, pero también para las complacidas clases burguesas de la capital– y que tienen una perfecta continuidad en la literatura, en obras como los sainetes de los hermanos Álvarez Quintero, o en La tierra de María Santísima, de Mas y Prat, entre otros ejemplos.

Así, con una factura ligeramente acharolada, inserta en el decorativismo preciosista de gusto alfonsino y de entonaciones suaves, equilibradas por un cielo sereno e intenso, Turina ofrece una visión parcial de la plaza de la Alfalfa, en el castizo barrio de Santa Cruz, cerca de la iglesia de San Salvador. Ese enclave de la ciudad, junto con el postigo del Aceite, se postulaban en las guías para forasteros por su encantador bullicio, desde mediados de siglo, como mercados al aire libre muy frecuentados por los visitantes de la ciudad. De hecho, se conocen algunas fotografías con un punto de vista coincidente con la composición de esta obra, como la anónima fechada entre 1886 y 1895 (colección particular) en la que apenas sí se pueden señalar diferencias en cuanto a la topografía urbana, pero con las que mantiene, sin embargo, una significativa divergencia en cuanto al tratamiento de los personajes que lo pueblan.

En la pintura pueden apreciarse varias figuras, todas ellas ataviadas con atuendos típicos pero reservados para los momentos de mayor lucimiento, como parecen los trajes de corto de los caballeros y los costosos mantones bordados –típicamente sevillanos– que exhiben las mujeres, y que recuerdan a los actores en plena escenificación de un texto de su repertorio, cuyo argumento está basado en la exaltación de lo regionalista. La joven morena, envuelta en su confortable mantón encarnado, mira al espectador de manera sugerente, invitándole a tomar parte en el idílico paraíso en el que Turina ha convertido la plazuela, en una cálida pose de modelo fotográfica que es evidente preludio de las escenas de seducción que tienen lugar en ella. Aparecen dos parejas más, una tras la muchacha, en la que el mozo galantea a una joven con un ramillete de flores, y otra junto a la entrada de un establecimiento, en la que el hombre mira descaradamente a una moza que con recato aparta la cara, pero con su abanico insinúa una comprometida complicidad entre ambos.

Carlos G. Navarro