Un baile para el señor cura
Juan García Ramos

Un baile para el señor cura

c. 1890
  • Óleo sobre lienzo

    48 x 69 cm

    CTB.1996.109

  • © Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga

Bajo la emparrada del patio de una hacienda sevillana, dos mozas envueltas en sus mantones bailan al son de la guitarra y las palmas, para obsequiar la visita de un anciano sacerdote que las contempla complacido, sentado en un sillón frailero. A sus espaldas, una muchacha, que se protege del sol y las miradas con su abanico, sonríe coqueta al requiebro del mozo sentado enfrente, que brinda por ella con un vaso de manzanilla, ambos ajenos al jaleo y al deambular de otras mujeres por la casa. Junto al sillón del cura, una niña, de mirada caída y gesto aburrido, pulcramente vestida, mira con absoluto desinterés a las bailaoras, mientras sujeta su muñeca en el regazo.

Adquirido en el mercado madrileño como obra de José García Ramos, se trata en realidad de un caso más de mimetismo estilístico de su hermano, Juan García Ramos, imitador fidelísimo del lenguaje estético y los modelos de José, a cuya sombra pintó y vivió toda su vida. En efecto, tanto los prototipos de los personajes como su canon humano pertenecen a primera vista a la grafía bien conocida de José, reproduciendo algunos de ellos casi literalmente tipos suyos, como las propias bailaoras o el mozo vestido de corto con sombrero de queso, que con tanta frecuencia protagoniza las escenas andaluzas de este artista andaluz. Sin embargo, si se estudia detenidamente este cuadro, se aprecia sin dificultad una mayor parquedad técnica, tanto en el dibujo –que incluso deja imprecisos los rasgos de algunos rostros– como, sobre todo, en la aplicación del color, algo plano y de materia muy delgada, que apenas logra modelar el volumen de figuras y objetos, lo que les concede casi la apariencia de una ilustración, sin la jugosidad pictórica habitual de José, aun en sus obras más triviales. Además, ciertos descuidos de perspectiva, bien visibles en objetos como la barandilla del fondo, el tibor situado al pie de la parra o las macetas y la alberca del primer término, muestran las limitaciones de Juan. Finalmente su identidad se confirma en la grafía de la firma. No pueden negarse, sin embargo, algunos detalles de cierto refinamiento técnico, como los brillos de los zapatos de la niña y del cura, el reflejo del mantel blanco que ilumina el rostro de la muchacha del abanico o los tornasoles de las hojas de la parra, así como un minucioso interés descriptivo en otros elementos, como las alforjas con madroños y el vistoso traje del caballista.

El lienzo está planteado con un planteamiento escenográfico efectista, que marca distintos ámbitos espaciales y puntos de fuga, dentro de una acusada horizontalidad, observado todo con atención en sus elementos de mayor sabor, y que enmarca hábilmente las figuras en la arquitectura, situándolas prácticamente en un mismo término; estructura frecuente en muchas escenas de este tipo pintadas por José y que su hermano también repite en otras de características muy semejantes, como la titulada Una tarde de primavera.

Con todo, es cuadro de evidente atractivo que, por su colorido y sabor decorativo, cumple a la perfección las pretensiones de este tipo de escenas de costumbres, entre las que son especialmente frecuentes los saraos privados en patios y ventas, casi siempre propiciados por alguna celebración. En este caso, el pretexto parece ser la visita del clérigo, argumento bastante frecuente en la pintura española de género de la segunda mitad del siglo XIX, tanto en estos pintorescos cuadros de tipismo folclórico como en las escenas galantes de casacón, teñidas casi siempre de una irónica crítica anticlerical, en esta ocasión de tono bastante leve e inocente. En este sentido, no vemos elemento alguno que explique el título de Después del bautizo con el que fue vendido, ya que no parece posible que se haya podido identificar con un recién nacido el muñeco que tiene la pequeña.

José Luis Díez