Baile en una venta
Rafael Benjumea

Baile en una venta

1850
  • Óleo sobre lienzo

    46 x 65 cm

    CTB.1995.118

  • © Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga

En el interior de un modesto ventorrillo, una joven danza al son de sus castañuelas y del pandero que toca una mujer, jaleada por los numerosos concurrentes del mesón. Mientras, una tañedora de guitarra ha interrumpido su toque para atender a un viajante, sentado junto a ella. El traje de la bailarina y el vistoso tocado con que se adorna el cabello indican que se trata seguramente de una artista ambulante, que viaja acompañada de las otras dos mujeres para actuar de venta en venta. De la viga central de la estancia cuelgan dos paletillas, viéndose al fondo una alacena con diverso ajuar de cacharrería y vajilla.

Pintado en 1850, recién llegado Benjumea a Madrid, este lienzo representa espléndidamente una de las facetas más interesantes y sin embargo menos valoradas del pintor sevillano, conocido principalmente como retratista discreto y autor de espectaculares cuadros de ceremonias cortesanas. Benjumea encuentra, sin embargo, su personalidad artística más auténtica en este tipo de pintorescas escenas de costumbres andaluzas, de evidente sabor popular y atractivo, que inundaron el mercado del arte durante las décadas centrales del siglo XIX y en las que se fraguaron algunos de los artistas más destacados del romanticismo andaluz.

Por su temprana fecha, esta pintura señala de alguna manera a Benjumea, junto a Manuel Cabral Aguado Bejarano (1827-1891), como uno de los pioneros de este tipo de obras, en la línea de lo que, avanzada esta década, comenzarían a pintar otros artistas como los Bécquer o el también sevillano Manuel Rodríguez de Guzmán (1818-1867), que se convertiría en el maestro máximo e indiscutible de las escenas folclóricas de costumbres en la pintura sevillana de su tiempo. Precisamente, la presente pintura de Benjumea recuerda muchas de las características que identificarán el estilo más personal de este último maestro, como la corporeidad de los personajes, de modelado rotundo y dibujo muy marcado, la brillantez del colorido y, sobre todo, el detallismo descriptivo con que están tratados tanto las figuras como todos y cada uno de los elementos accesorios de la composición, subrayando así su sabor pintoresco o su contenido anecdótico. En efecto, desde la minuciosidad con que están descritos los distintos tipos y sus indumentarias, hasta detalles como la cacharrería del vasar, el empedrado y el sumidero del suelo, los adornos del cabello de las mujeres, la sombra de la argolla de la pared o los tratantes que conversan en la habitación en penumbra que se abre al fondo, todo está tratado con especial primor por el pincel del artista, que se muestra especialmente acertado en los detalles más anecdóticos, como las actitudes desenfadadas de algunos personajes, el gesto pícaro y complacido del mesonero apostado tras el mostrador o el famélico lebrel que mete el hocico en un caldero para rebañar las sobras de su fondo. La destreza de Benjumea en la distribución espacial de los personajes y en el manejo de la luz que penetra por el ventanuco de la izquierda y baña la estancia produciendo algunos contraluces de gran efecto –como la figura de la mujer en jarras que contempla el baile– logra atenuar algunas deficiencias de dibujo, especialmente apreciables en el encaje de algunos rostros, como el de la bailarina protagonista, que vuelve un tanto forzadamente la cabeza para mirar al espectador.

Como sugiere Piñanes, este lienzo podría tratarse de uno de los tres cuadros de costumbres andaluzas presentados por Benjumea el mismo año de 1850 en la Exposición Anual de la Academia de San Fernando de Madrid.

En el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana se conserva una versión simplificada y con variantes de esta misma composición2, en la que se sustituye la figura de la bailarina y se modifica el escenario, que se convierte en un espacio exterior.

José Luis Díez