Paraísos y paisajes en la Colección Carmen Thyssen de Brueghel a Gauguin

31 de marzo - 7 de octubre de 2012
Paisaje fluvial con templo antiguo
François Boucher

Paisaje fluvial con templo antiguo, 1762

Óleo sobre lienzo, 58,5 x 72 cm CTB.1997.4.2

Probablemente ningún otro artista francés conformó el estilo Luis XV y el arte de mediados del siglo XVIII en general como lo hizo François Boucher. Su virtuosismo artístico, la protección que recibió por parte de la marquesa de Pompadour y su nombramiento en 1765 como «Premier peintre du roi» bajo el reinado de Luis XVI no sólo le supusieron muchos encargos para Versalles y otras residencias reales sino que también lo convirtieron en uno de los pintores más solicitados de su época. Además de realizar importantes obras de decoración para castillos y palacios en diversas ciudades europeas, Boucher ejecutó numerosos cartones y bocetos para la fábrica de tapices de Gobelinos en París y para la de porcelana de Sèvres. Como discípulo de François Lemoyne, obtuvo mucho éxito con sus cuadros mitológicos, en los que el planteamiento alegórico quedaba relegado a un segundo lugar con respecto al efecto sensual y erótico del desnudo femenino. Al igual que muchas de sus pinturas pastorales galantes, de género o de tocador, las escenas mitológicas alcanzaron una gran difusión gracias a las estampas.

Además, a lo largo de su dilatada carrera, este artista, de gran habilidad comercial, siguió pintando paisajes. Estos dos paisajes fluviales se concibieron como pareja y probablemente pertenecieron originalmente a Jean Siméon Chardin, pintor de bodegones y obras de género. Forman parte de una serie de paysages creados a finales de la década de 1750 y principios de la de 1760. Ya a primera vista se puede decir que las pinturas no son representaciones topográficamente correctas de un lugar particular, sino paisajes imaginarios compuestos por elementos pintorescos convencionales: en uno, un templo clásico de planta circular, un riachuelo, unos matorrales y un árbol agitados por el viento, un puente de piedra antiguo, unas cuantas ovejas y cabras; en otro, una torre medieval en ruinas junto a un pedregoso torrente sobre el cual se levanta un puente de piedra, un bosquete y, en último término, una alquería y detrás de ella una serie de nubes en forma de rocalla.

El pintor ha poblado ambas obras con personajes de repertorio: un pescador que contempla a una mujer que está descansando junto a su asno y otra mujer con una criatura y un perro que vadean el torrente; un pastor con un cesto de flores que trata de ganarse los favores de una joven que descansa a la sombra, en un típico encuentro pastoral. La impresión de decorado teatral –Boucher trabajó mucho tiempo como escenógrafo– se intensifica por lo artificial del colorido. Además, una deslumbrante luz, que procede de la izquierda como si fuera un foco, ilumina varias zonas de la composición.

Durante mucho tiempo fue precisamente esta representación de un tipo de naturaleza artificial lo que contribuyó al éxito del artista. Por una parte, Boucher exageraba el concepto de una naturaleza idílica que tenían los habitantes de las ciudades; por otra, le facilitaba al espectador la posibilidad de identificar elementos arquitectónicos individuales en los paisajes. Por ejemplo, como modelo del templete circular eligió el templo de las Sibilas en Tívoli, del que había hecho un boceto durante un viaje a Italia en 1730. Esta ruina histórica, incluida en un paisaje ideal a base de suma de elementos, confería a la obra un encanto adicional. Es evidente que Boucher jugaba con la exigencia académica de que los pintores estudiaran la naturaleza, según declaraba Roger de Piles, teórico del arte, a principios de siglo: «Los estudios de los paisajistas deberán consistir, por lo tanto, en buscar hermosos efectos en la naturaleza, que tal vez necesitarán para componer sus cuadros. Pero se trata ante todo de hacer una buena selección entre estos hermosos efectos de la naturaleza». En su obra El pintor en su estudio (París, Musée du Louvre), Boucher expresa programáticamente la idea de que todo paisajista debe respetar las reglas básicas del estudio del paisaje. Si comparamos el cuadro que se ve en el caballete con el boceto del cuaderno de apuntes que tiene abierto junto a él, resulta evidente que la composición final es producto de la imaginación del artista. El pintor toma lo que ha dibujado del natural e inserta los objetos en el cuadro a su antojo. François Boucher, que era tan libre como virtuoso a la hora de utilizar su repertorio de composiciones y objetos, era capaz de producir paisajes casi en serie de estilo campestre. Así, por ejemplo, existen múltiples correspondencias compositivas y temáticas entre las obras Paisaje fluvial con templo antiguo y Paisaje fluvial con noria y templo, de 1743 (Barnard Castle, The Bowes Museum).

Sin embargo, a partir de la década de 1760, y a pesar de que Boucher siguió gozando del favor de coleccionistas y patronos, los críticos de arte contemporáneos suyos pusieron en tela de juicio su concepto de la naturaleza y el arte. En el Salon de 1761, Denis Diderot todavía admiró dos paisajes suyos, pintados para Christian IV, duque de Zweibrücken. Le encantó su calidad artística: «El cuadro tiene garra. Uno vuelve a contemplarlo. Es de una extravagancia inimitable e insólita. ¡Hay en él tanta imaginación, efecto, magia y facilidad!». Pero también le pareció que les faltaba autenticidad: «¡Qué rebumbio de cosas dispares!». Cuando Boucher expuso varias pastorales y un paysage en el Salon de 1765, el escepticismo de Diderot se convirtió en rechazo: «Les desafío a que hallen en todo el campo una brizna de hierba de la de sus paisajes. Y luego hay una confusión de objetos amontonados unos sobre otros, tan desplazados, tan dispares, que en vez de estar ante el cuadro de un hombre en sus cabales nos encontramos ante el sueño de un loco […]. Me atrevo a afirmar que jamás ha conocido la realidad; […] me atrevo a decir que ni un instante ha visto la naturaleza».

En la actualidad los paisajes de Boucher se consideran como el no va más del petit goût, al que se le achaca la decadencia de la pintura francesa. Los nuevos protagonistas de la pintura de paisaje fueron Hubert Robert y, sobre todo, Claude-Joseph Vernet. En sus obras el paisaje sublime sustituye al idilio pintoresco.

Martin Schieder