Regreso al convento
Eduardo Zamacois y Zabala

Regreso al convento

1868
  • Óleo sobre lienzo

    54,5 x 100,5 cm

    CTB.1997.26

  • © Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga

Característica escena costumbrista del pintor bilbaíno Eduardo Zamacois que describe, en clave cómica, el regreso de un grupo de franciscanos al convento tras visitar el mercado del pueblo, cuyas edificaciones se observan desde la altura en el lateral derecho del cuadro. La composición se centra, en primer plano, en el anecdótico suceso al que se enfrenta un monje calvo que no consigue dominar al burro, del que tira por dos cuerdas asidas a la boca, mientras el animal se deshace de la carga que portaba en el lomo, desparramándola por el suelo. Mientras tanto, los demás franciscanos situados en el umbral de la puerta del convento y al lado de otras dos parejas de burros atados, se ríen de su compañero. La carrera de un pequeño perro negro en el margen inferior izquierdo, figura que se repite en la misma disposición en otras obras del mismo año como The Snowball de la colección Stewart de Nueva York, termina de animar la composición.

El pintor sitúa la escena a las afueras de una vetusta edificación monacal, que abarca más de la mitad izquierda del fondo, mientras, a la derecha, el cielo nuboso cierra la composición. Un amplio pretil, cerrado en los laterales por dos pilares rematados en alto por dos leones que portan sendos escudos, preside la entrada al convento, cuya fachada principal, en penumbra, muestra una rica decoración mural.

El naturalismo que Zamacois trata de imprimir a este cuadro de género se aprecia tanto en los retratos y ademanes de sus protagonistas como en el cuidado con el que sitúa y describe los pequeños objetos que portan los animales o se posan sobre el suelo. Resulta especialmente delicado el bodegón de recipientes que compone sobre el pretil, en el que reúne, como si de un ejercicio se tratara, objetos de diversos materiales: cerámicos, acristalados y metálicos. La obra, de tamaño mayor que la media habitual de sus cuadros, demuestra su capacidad para componer escenas, tanto en interiores como en exteriores, en las que intervienen gran número de figuras.

El pintor realiza Regreso al convento coincidiendo con su primer viaje a Roma, donde acude en 1868 por indicación de Eduardo Rosales, residiendo durante su estancia en el estudio de su amigo Mariano Fortuny. Corresponde a un amplio ciclo temático dedicado por el pintor a las costumbres de la vida monacal, al que pertenece también la obra El refectorio de los Trinitarios en Roma, presentada en el Salon de París de ese mismo año. La obra ahora comentada participará en el Salon de 1869, en un envío que incluía también su obra Buen Pastor, donde fue adquirida por el coleccionista americano Robert Cutting, quien junto a William Hood Stewart, se convertirá en uno de los principales difusores de su obra en el mercado norteamericano.

Regreso al convento se sitúa, por tanto, en el momento de consagración de la corta pero exitosa carrera de Zamacois en Francia, bajo la tutela de Goupil, el mismo marchante de su compatriota Fortuny. Sin abandonar las influencias de su maestro Meissonier, aquí demuestra el pintor un personal dominio del dibujo y de la vis cómica, que caracterizaron todas sus producciones predilectas dentro de la pintura costumbrista y de género.

En 1866, el mismo año en el que presenta esta obra en el Salon parisino, el escritor Eugene Benson observa en un artículo publicado en The Art Journal que «las pinturas de Zamacois tienen la atracción de lo bizarro y lo perfecto. Lo pintoresco, lo grotesco, lo elaborado, todo en uno; esto es más que lo que el severo Gérôme nos ofrece en sus sensuales estudios, más que lo que el frío y prosaico Meissonier nos da en sus estudios de vestuario y carácter».

Sin embargo, debemos decir que frente a sus contemporáneos y, principalmente, frente a su compatriota Fortuny, el pintor bilbaíno carece de la riqueza cromática y del brillo preciosista de éste. Así, dominan en su obra los tonos sordos, ocres y negros, permitiéndose gamas más vivas tan sólo en los detalles de los objetos.

Miguel Zugaza