Corrida de toros en Guadalajara
Genaro Pérez Villaamil

Corrida de toros en Guadalajara

1838
  • Óleo sobre lienzo

    64 x 81,5 cm

    CTB.2000.68

  • © Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga

En los arrabales de una población, y sobre la gran explanada que se extiende ante sus murallas, tiene lugar una corrida de toros, bajo la imponente silueta de una iglesia de arquitectura grandiosa y monumental que se yergue majestuosa sobre un pequeño cerro.

Aunque transformado por el pintor, el lugar representado en el cuadro se puede identificar con Guadalajara. Uno de los varios apuntes del natural tomados por Villaamil en su paso por la ciudad hacia 1837 (conservados en el Museo Nacional de Escultura, en Valladolid), titulado por el autor «Huerta de S. Francisco”, y la lámina incluida en el tomo tercero de su España artística y monumental (1850) confirman el espacio en que está ambientada esta escena popular, pintada en 1838, con la iglesia y monasterio de San Francisco destacados sobre el promontorio, y la puerta de Bejanque a la izquierda de la composición.

En el centro del ruedo, construido con carretas formando un círculo, tiene lugar el festejo taurino, concurrido por un bullicioso gentío, en el momento en que un picador se dispone a ejecutar la suerte de varas, mientras otros toreros están al quite, a su alrededor. En el balcón del edificio que se destaca del caserío de la derecha se encuentra el palco presidencial, en el que se adivinan las autoridades locales, vestidas de negro. En torno a la cruz de término, situada en ese extremo, se apostan grupos de lugareños para contemplar mejor la lidia. Mientras, en el primer plano se distinguen los variopintos personajes que acuden al festejo: frailes, paisanos, tratantes, damas que pasean en calesas descubiertas, feriantes, músicos y vendedores ambulantes.

Este espectacular lienzo, que permaneció prácticamente inédito hasta su aparición en el mercado madrileño en 2000, constituye una de las obras más interesantes de la primera madurez de Genaro Pérez Villaamil. Fechado en 1838, es sin duda el cuadro de mayor empaque y calidad de cuantos pintara con el mismo argumento el maestro gallego ese año. Se conocen al menos dos versiones más con idéntico título, pero de composición y resultados más comedidos que en la presente pintura.

En este caso, Villaamil emplea sus mejores dotes para el paisaje pintoresco monumental, género del que fue maestro absoluto en la pintura española de su tiempo. Despliega toda su capacidad inventiva al recrear la fisonomía de Guadalajara, de extraordinario efecto escenográfico, presidida por la impresionante arquitectura de la iglesia de San Francisco construida a partir de sus apuntes tomados del natural, dentro del más genuino espíritu romántico, transformando en parte su apariencia y escala.

Por otra parte, Villaamil envuelve las distintas construcciones de la población en una luz dorada, marcando sus perfiles con bruscos contraluces, a base de sombras aplicadas con suaves transparencias tintadas, tan características de su estilo, hasta conseguir una curiosa apariencia de realidad, que confiere a este tipo de paisajes un atractivo irresistible, aderezado con las bulliciosas masas de gentío que las pueblan. En efecto, frente a muchos de los paisajes de Villaamil, en los que los personajillos que los transitan tienen una presencia absolutamente accesoria, en esta ocasión el pintor da un gran protagonismo al festejo popular que tiene lugar en el pueblo, envuelto en las primeras sombras del crepúsculo, para hacer resaltar aún más las arquitecturas monumentales, que se recortan sobre un cielo claro y nuboso surcado por numerosas aves. Así, Villaamil se detiene en cada una de las figuras, describiéndolas con primorosa minuciosidad, para destacar los aspectos más pintorescos de su apariencia e indumentarias, de intenso sabor popular, que completan el irresistible encanto del lienzo.

José Luis Díez